El ataque a balazos contra la orquesta Agua Marina en pleno concierto en Lima simboliza el grado de descomposición que vive el país. No fue solo un atentado contra un grupo musical, sino una ráfaga directa al corazón de una sociedad que se siente cada día más indefensa. Los peruanos ya no solo temen caminar por la calle o tomar un bus: ahora ni siquiera pueden disfrutar de una fiesta sin el riesgo de que el crimen irrumpa con su brutalidad. El Estado fracasó estrepitosamente en la lucha contra la delincuencia, y el Gobierno, lejos de actuar, se resignó a contemplar el desastre.
La inseguridad ha dejado de ser un problema policial para convertirse en una tragedia nacional. Extorsionadores, sicarios y mafias operan con absoluta impunidad. Los comerciantes pagan cupos, los transportistas viven amenazados, los barrios se llenan de miedo. No importa si uno es empresario, emprendedor o ciudadano de a pie: todos estamos expuestos a una violencia que no distingue condición social ni geografía. La vida cotidiana se ha vuelto una ruleta, una incertidumbre constante.
Todo indica que pronto se instalará un nuevo Gobierno. El nuevo presidente debe comprender que el país necesita acción, no discursos: inteligencia policial, tecnología, leyes firmes y una justicia que funcione. La delincuencia se ha tomado las calles mientras el Estado permanece ausente. Si no logra reaccionar, los peruanos terminarán acostumbrándose a vivir en medio del terror. Y ese será el signo más triste de una nación que dejó de creer en su propia seguridad.




