Todavía silban de costado todos los que cruzaron sus destinos con el entramado de corrupción mundial que montó Odebrecht en el Perú y en muchos otros países. Pero muy pronto se escribirá la historia de lo que en verdad sucedió para que todos los peruanos podamos comprender hasta qué punto el país entero estaba comprometido con la telaraña de Odebrecht disfrazada de eficiencia empresarial. Durante años se sostuvo que Odebrecht desnudaría la podredumbre de nuestra clase política, pero conforme pasa el tiempo, queda en evidencia que los acuerdos firmados dizque para liberarnos de la corrupción finalmente nos encadenaron a una visión maniquea y cortoplacista que tenía un único objetivo político: acabar con la oposición.
Ciertamente, fueron muy audaces los que pensaron que, cabalgando hacia adelante, siguiendo una política de hechos consumados, la victoria sobre la oposición era inminente y total. Lo que no comprendieron es que, si algo nos enseña la historia, si algo hemos aprendido de la política en todos los tiempos, es que la verdad sale a la luz tarde o temprano. Aquí todo sale a la luz. Por eso, escupieron peligrosamente al cielo los que, utilizando el disfraz de la virtud, atacaron sectariamente a todos los que no compartían su manera de pensar. No pensar de la misma manera forma parte de la democracia. Si quieren democracia, aprendan a respetar al que piensa distinto dentro de las reglas de juego del sistema.
La persecución política que desató el caso Odebrecht ha logrado lo contrario a lo que pretendía. La oposición aprendió a trabajar de manera articulada para sobrevivir y el sector pequeño pero bien organizado que cogobernó durante varios años ha terminado desbandado y con una evidente pérdida de poder. Como siempre, nadie sabe para quién trabaja.




