Cada año, miles de estudiantes de quinto de media son sometidos al obsoleto ritual llamado “orientación vocacional”. Se les aplica un par de test estandarizados, se miden sus aptitudes, se interpreta algún cuestionario de intereses o personalidad para asignarles una etiqueta profesional prematura: “Tú sirves para Ingeniería”, “Tú para Derecho”. Es el horóscopo pedagógico del siglo XXI, una práctica perjudicial para adolescentes que recién empiezan a explorar quiénes son.
El sistema educativo y padres ansiosos, operan todavía con un paradigma industrial que busca formar piezas para un engranaje que ya no existe. ¿Cómo exigirle a un joven de 16 años elegir hoy una ruta laboral que probablemente la Inteligencia Artificial transformará antes de que termine su carrera?
La verdadera disrupción no depende de encontrar tests más modernos, sino de asumir que la vocación no se descubre: se construye. Aun así, seguimos empujando a los jóvenes hacia universidades-fábrica que producen títulos que caducan rápido, ignorando que las competencias realmente valiosas del futuro son la plasticidad mental, la resiliencia emocional y la capacidad de aprender y desaprender.
Si la orientación vocacional no permite explorar sin definirse, equivocarse, corregir rumbos, valorar la intuición, comprender el carácter provisional de cualquier elección o incluso tomarse un año para madurar, solo estamos calmando la ansiedad adulta a costa del bienestar juvenil.
Dejemos de preguntar “¿Qué vas a estudiar?” y preguntemos “¿Qué problemas te gustaría resolver?”. Solo así liberaremos el verdadero potencial de cada estudiante.




