“Todo está podrido”, dice un ciudadano, reflejando la indignación y el hartazgo de una población que observa cómo la corrupción se infiltra en todas las esferas del poder en el Perú. La reciente detención del presidente de la Federación Peruana de Fútbol (FPF), Agustín Lozano, acusado de fraude en la administración, lavado de activos y de liderar una organización criminal, es solo la última manifestación de un mal endémico que corroe la confianza en las instituciones.

Este caso se suma a la extensa lista de escándalos que empañan el panorama nacional: la sentencia al expresidente Alejandro Toledo por millonarias coimas, los procesos judiciales a los exmandatarios Martín Vizcarra y Ollanta Humala, el caso “Chibolín” y ahora la caída de quienes han manejado el fútbol peruano. La lista de acusaciones y pruebas es larga, pero el mensaje es uno: la corrupción se ha convertido en una constante en la vida pública peruana. Hemos tocado fondo, y no es exagerado decir que ni discursos ni promesas vacías lograrán revertir la situación. En medio de esta crisis, ciertos personajes aprovechan la frustración y el desconcierto para sembrar el odio y la desconfianza hacia las instituciones, un peligro que amenaza con llevarnos a una espiral de autodestrucción democrática. Cuidado, esto no se puede permitir.

En el caso de Agustín Lozano, quien ya enfrentaba otras denuncias por enriquecimiento ilícito durante su gestión como alcalde de Chongoyape, esperamos que la justicia actúe con celeridad. El Perú no puede sostenerse como un estado de derecho si no se castiga a aquellos que traicionan y se burlan de la justicia.