Las asambleas constituyentes que replican modelos clásicos, buscando libertad y control del poder, pasan por alto que las constituciones más longevas deben su éxito a su origen histórico y cultural en favor de las libertades y un mundo regido por el Derecho. La simple copia de un texto no garantiza los resultados esperados por sus redactores. El factor nuclear de éxito reside en la formación de sus jueces y la vigencia de sus garantías institucionales. Los jueces sostienen el imperio del Derecho mediante sus sentencias, las cuales corrigen irregularidades, recuperan el orden jurídico y garantizan la igualdad bajo el debido proceso. La politización, sumada a la falta de independencia e inamovilidad, impide la existencia del Estado de Derecho.

Cabe preguntarse si existe algún país desarrollado y estable que carezca de una judicatura sólida. La respuesta es negativa y manifiesta la siguiente paradoja: “la administración de justicia debe ser apolítica para conservar el sistema político”. Los jueces ejercen su oficio sin sesgos ideológicos para preservar la forma constitucional de gobierno, ya sea presidencial o parlamentaria. Por ello, la reforma judicial no sólo es una labor de políticos, sino también debe contar con la participación de los jueces para su discusión y redacción antes de su aprobación legal.

Cualquier cambio real en favor del Estado de Derecho comienza por consolidar a la judicatura como pilar democrático y piedra angular de las libertades. Los jueces son la fuerza correctora que, sin tratos preferenciales, aplica sanciones ejemplares ante cualquier acto que desborde la constitucionalidad.