Decía Chesterton que llegará el día en que tengamos que desenvainar la espada para defender que el pasto es verde. Pues bien, ese día ha llegado. En el Perú urge desenvainar la espada para recordarle a la gente las verdades más evidentes y simples. Por ejemplo, es preciso decirle a quien quiera escuchar que el sectarismo al que nos estamos enfrentando en la vida pública genera consecuencias negativas para el país, especialmente para los más pobres. ¿Cuántos años hemos perdido en esta guerra política absurda? ¿Cuántos recursos, cuánto tiempo valioso, cuántos cuadros, cuánta energía y poder real? El sectarismo faccioso, el mesianismo político que busca imponer a los demás un modelo concreto y único, se ha presentado durante los últimos años como una tentación a punto de hacerse realidad.

Todos los mesianismos son sectarios y a la vez totalitarios. Los mesianismos políticos, en cuanto alcanzan cierto nivel de relevancia, aspiran a eliminar cualquier brote de disidencia. El sectarismo mesiánico, la farsa de sentirse “el escogido” para salvar al país, peca de esa soberbia infantil propia los que se sienten Lenin en la estación de Finlandia. La historia de los últimos años en el Perú ha estado plagada de estas figuras mesiánicas, abiertamente soberbias, sectarias desde el más profundo de los orgullos, incapaces de buscar pactos realistas, prestas a aniquilar todo tipo de oposición, recubiertas del manto de la virtud y del civismo, pero incapaces de pensar más allá de sus intereses inmediatos de poder. La lógica del exterminio es la lógica del sectario y la lógica del sectario es vanamente individual, nunca colectiva. A más sectarismo, mayor pobreza. A más pobreza, mayor debilidad. Y en un mundo globalizado, el destino del débil es ser devorado por el fuerte.

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