Uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia es un libro que mi abuelo me regaló una Navidad. Se titulaba “Querido Dios, por fin llegó la Navidad”. Con los años, esa frase ha vuelto a mí no solo como una memoria, sino como una pregunta colectiva: ¿qué significa hoy que “llegue” la Navidad en un país marcado por la desconfianza política y una institucionalidad persistentemente frágil?

Porque la Navidad no se vive de la misma manera en todos los hogares. Hay familias que la atraviesan desde una sala de hospital, esperando una medicina que no llega, o desde la incertidumbre económica de un país donde el Estado falla con demasiada frecuencia. Para ellas, la fe no es un gesto simbólico ni un recurso discursivo: es una forma de resistencia cotidiana frente a un sistema que no siempre protege ni acompaña.

La política, aunque muchos prefieran ignorarlo, estructura esas diferencias. Las decisiones públicas —y también las omisiones— determinan quién accede a salud, a seguridad y a oportunidades. Si en Navidad pudiéramos decirnos una verdad, habría que afirmar sin rodeos que la corrupción en el sistema de salud no es una falla técnica ni una irregularidad administrativa. Es una transgresión ética profunda. Comprometer el acceso a medicamentos o servicios médicos equivale a poner en riesgo vidas humanas.

También habría que decir que el país necesita más compromiso y menos cálculo. Las agendas particulares no pueden seguir prevaleciendo sobre lo que podríamos construir como nación si contáramos con una institucionalidad que planifica y se respeta.

Quizá la Navidad no transforme la política. Pero puede, al menos, recordarnos una verdad esencial: no se le puede dar la espalda al ciudadano. Que esta Navidad nos ilumine.