Si hubiese que usar una sola palabra para graficar este momento del país esa sería, en mi concepto, precariedad. Es precaria la situación del sistema de justicia, con fiscales envueltos en denuncias de componendas y una fila de falsos valores arrinconados por sus propias acciones dirigidas más a la persecución política que a la búsqueda de penas justas. Desde el lado del Poder Judicial, la sensación de la existencia de jueces que liberan a delincuentes, narcotraficantes o venden sus veredictos al mejor postor complementa una estructura que clama por una reforma.
Otro supuesto bastión del sistema, la Junta Nacional de Justicia, también pasa por el momento más precario desde su fundación, con integrantes repuestos con dudosos fallos judiciales, que interpretan la Constitución a su antojo y se aferran a su sueldo en vez de elegir la dignidad de un retiro anticipado por más que lo consideren injusto. Precaria es también la situación de un Congreso repleto de rufianes, “mochasueldos” y defensores de actividades lumpenescas como la minería ilegal o los colectiveros.
Legisladores que están dispuestos al sicariato legal -a través de leyes con nombre propio- con tal de librarse de la prisión que muchos de ellos, largamente, merecen. Pero de todos estos, el caso más grave es la precariedad del Poder Ejecutivo, con una presidenta arrinconada por un elocuente desbalance patrimonial y unos Rolex cuyas procedencias, a estas alturas, no tienen forma de ser lícitas.
El país camina por las leyes básicas de un Estado cuya precariedad alarmante impide, por lo menos, superar problemas agobiantes como la inseguridad ciudadana o el ínfimo crecimiento económico. El país camina por inercia, al borde de la cornisa y esperando desde la ventana el próximo escándalo político que alimente una precariedad institucional que, por ahora, no tiene salida.