Antes de que Sunedu exista, las universidades particulares, que habían adquirido su licencia bajo el pretexto de ofrecer educación a bajo costo, creían que el negocio de la enseñanza superior no tenía límites: no había un real interés por sacar de la ignorancia a más peruanos, sino por ganar el mercado del título universitario.

Así, las universidades privadas y algunas estatales comenzaron a expandirse en lugares recónditos, donde las cuatro paredes pintadas y un buen logo lograran atraer a los incautos, cuyos padres querían que sus hijos salgan de la mediocridad y vayan a una casa superior de estudios. Nadie había prohibido que la educación sea un negocio, pero se estaban pasando de la raya.

Lo que vino después fue ofrecer programas especializados en sacar un cartón para robustecer el CV; y así fue que las maestrías exprés se pusieron de moda, los doctorados fingían investigación, los diplomados eran puro sello de agua y los títulos de bachiller para culminar la carrera solo requerían tu cuenta bancaria.

Otros, más osados, lograron que las universidades sean fuente de dinero para subvencionar los negocios de sus fundadores, partidos políticos, clubes de fútbol y hasta viajes de placer con los recursos que, supuestamente, eran para elevar la calidad educativa de quienes pagaban su pensión. ¿Y la investigación universitaria? ¿Y la reinversión para laboratorios e implementos educativos?

Entonces, llegó Sunedu: a las universidades les obligó a mejorar sus materias, contratar docentes a tiempo completo, implementar sus laboratorios, mejorar su infraestructura y, sobre todo, cuadrar sus finanzas, y les dio en los cataplines. Tuvieron que adecuarse a los lineamientos de una calidad educativa básica para seguir ofreciendo servicios. Y quienes no hicieron caso se fueron al Congreso, a ya saben qué.

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