La eterna obsesión de la izquierda ha recobrado vigencia en los últimos días con características patológicas y tiene como punto de partida comparativo la demencial dictadura del asesino Nicolás Maduro. Así, se le atribuye a Alberto Fujimori el haber liderado una autocracia similar, forzando la figura y sin reconocer que las diferencias son abismales. Para empezar, Maduro no realizó reformas que ayudaran a ordenar la economía o cambió las bases constitucionales que llevaran a una economía social de mercado que facilitara la llegada de inversiones. Mucho menos insertó a su país en el circuito económico mundial reconociendo sus deudas e iniciando el pago puntual de sus reprogramaciones. Fujimori alentó las privatizaciones, reestructuró el Estado, creó organismos reguladores, redujo la burocracia estatal e impuso barreras para la empresa pública pero, todo lo contrario, el criminal venezolano estatizó cuanto pudo y arruinó el país en todos sus estamentos financieros, generando el colapso que ha matado de hambre a miles y derivado en una diáspora sin precedentes. Tras la podredumbre del velascato, la medianía de Belaunde Terry y la debacle del Alan 1, el país encontró en los 11 años del fujimorismo el más alto crecimiento del último siglo a tal punto que en algunos círculos académicos se hablaba del “milagro peruano”. Ciertamente, el atropello institucional que existió terminó en la huida del expresidente pero antes de ello, el reconocimiento a sus logros lo llevó a ganar las elecciones del 2000 de forma indubitable. Fujimori jamás se hubiese permitido mantener el poder a costa de todo un país sumergido en la hambruna y la enfermedad o acometido la represión sangrienta que actualmente libra el enfermo mental, inmundo y sanguinario de Maduro. Por eso, resulta inconcebible que ese legado inobjetable se vea perturbado por acciones tan groseras e irracionales como solicitar una pensión vitalicia o anunciar su deseo de postular el 2026. Qué falta de olfato histórico.

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