La reciente revelación del expremier Alberto Otárola, confirmando que la presidenta Dina Boluarte se sometió a una intervención quirúrgica en junio de 2023 sin haberlo informado públicamente, pone en evidencia un preocupante manejo de la transparencia en el ejercicio del poder.

Boluarte, como primera servidora del Estado, se debe a todos los peruanos. Es lógico y necesario que, en una situación como esta, por más personal e íntima que sea, se hubiera comunicado con claridad y anticipación. El silencio sobre su estado de salud no solo es una falta de consideración hacia la ciudadanía, sino que también genera un clima de incertidumbre que alimenta especulaciones innecesarias.

Aunque Otárola justificó el secreto alegando que Boluarte no descuidó sus labores, surge una pregunta crucial: ¿qué habría pasado si, durante el tiempo que estuvo anestesiada o en recuperación (sedada), se producía una crisis de gravedad en el país? La posibilidad de un vacío de poder no es un tema menor; el liderazgo del país exige previsión y responsabilidad.

La transparencia no es opcional para quien ocupa el más alto cargo de la nación. Es un deber esencial que fortalece la confianza ciudadana en sus autoridades y garantiza la estabilidad institucional. El exceso de secretismo, en cambio, erosiona esa confianza y abre la puerta a incertidumbres que el Perú no puede permitirse.