El Congreso se ha consolidado como una de las instituciones más repudiadas del Perú, y con justa razón. No solo muestra una incapacidad flagrante para abordar los grandes problemas nacionales, sino que también legisla en función de intereses particulares y, en algunos casos, a favor de la delincuencia.

A esta crisis de legitimidad se suma un presupuesto que crece año tras año, sin que ello se traduzca en beneficios tangibles para el país. En la última década, el presupuesto del Parlamento aumentó un asombroso 266%. En 2010 era de S/ 323 millones, mientras que para 2025 alcanzará los S/ 1,375 millones. Y el panorama podría empeorar: con la reinstauración de dos cámaras en 2026, es previsible que los costos sean aún más exorbitantes.

Lo más preocupante es que este aumento presupuestal parece no tener correlato con resultados. Por el contrario, los logros del Congreso son inversamente proporcionales a los recursos que consume. En lugar de legislar para el bienestar colectivo, algunos destacan por “robar sueldos” de sus colabotradores, priorizar agendas personales, protagonizar escándalos vergonzosos y, en casos extremos, ser vinculados a redes criminales, como la presunta red de prostitución que recientemente salió a la luz.

Este comportamiento ha llevado al Parlamento a niveles de desaprobación históricamente altos. Según la encuesta realizada por CIT, el 92% de los peruanos desaprueba su labor, y apenas un 5% la respalda. Estas cifras reflejan no solo el descontento ciudadano, sino también una profunda desafección hacia una institución que debería ser pilar de la democracia.