“Es un hecho que en el Perú existe un porciento considerable (quizá más del 50%) de deficientes mentales, en gran parte por causa de una nutrición insuficiente”, escribió el intelectual Luis Alberto Sánchez en enero de 1978. No lo hizo como ofensa, sino como una advertencia brutal. A días de la despedida multitudinaria al dictador Juan Velasco Alvarado, Sánchez intentaba entender cómo un pueblo podía idolatrar a quien tanto daño le había hecho al país. Su diagnóstico era claro: sin una alimentación adecuada en los primeros años de vida, no hay desarrollo cognitivo pleno. Y sin ciudadanos con pensamiento crítico, la democracia se vuelve una farsa manipulable.

Han pasado casi 50 años. El país ha cambiado de rostros, gobiernos, y discursos, pero no de fondo. Hoy la desnutrición sigue siendo un obstáculo estructural que condiciona nuestra ciudadanía. De lo contrario, no se entendería cómo el 59% de peruanos —según una reciente encuesta de Ipsos— considera que el expresidente Pedro Castillo fue víctima de un golpe de Estado, cuando lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: un intento grotesco y desesperado por quebrar el orden democrático desde el poder.

Castillo no fue un mártir ni un líder popular traicionado. Fue un presidente sin formación ideológica, sin comprensión de las funciones del Estado, y sin un mínimo respeto por las instituciones. Su visión autoritaria, su torpeza política y su populismo improvisado lo llevaron a creer que podía disolver el Congreso y tomar el control absoluto del país con una simple lectura televisiva. Eso no fue un acto de resistencia; fue un atentado contra la democracia. Y como tal, mereció no solo el rechazo, sino la cárcel.

Luis Alberto Sánchez propuso que un peruano debía tener como derecho básico una nutrición adecuada durante sus primeros siete años de vida. No lo dijo como un tecnócrata, sino como un político que entendía que sin cuerpos sanos no hay mentes libres. Y sin mentes libres, la democracia no sobrevive, se convierte en terreno fértil para caudillos, farsantes y oportunistas.

Hoy, más que nunca, urge mirar esta verdad con crudeza. No basta con indignarse por las cifras o burlarse de quienes respaldan a falsos redentores. Hay que reconocer que el problema no es solo político, sino estructural. El verdadero golpe no se dio en diciembre de 2022, sino mucho antes, cuando el Estado le dio la espalda a generaciones enteras de niños condenados al atraso.