Sorprende comprobar cómo algunos analistas resaltan las consecuencias de la tiranía chavista rasgándose las vestiduras ante el evidente atropello del autócrata Maduro pero olvidan que esta dictadura, como todas, tiene un trasfondo ideológico concreto, un marco referencial que ha permitido su desarrollo y evolución. Ciertamente, el populismo es transversal a muchas ideologías, pero el chavismo encarna un coctel peligroso y asesino porque entre sus ingredientes esenciales figura el viejo marxismo aniquilador de toda facción.

En efecto, el marxismo garantiza la destrucción de cualquier brote de oposición. Cualquier marxista convicto y confeso tiene que proponer, tarde o temprano, el exterminio de sus enemigos políticos. Esta pulsión exterminadora es ineludible, es una pasión dominante que no se puede atemperar. El marxismo apuesta por el odio político y el odio solo puede comprenderse en función a su objeto: todos, tarde o temprano, pueden ser enemigos del proletariado, enemigos de clase. Así, o abrazas el totalitarismo ideológico o te autocondenas a la persecución.

Contra estas tiranías sangrientas que brotan de los peores estercoleros ideológicos solo cabe el enfrentamiento vital, la lucha frontal, vencer o morir. En eso andan nuestros hermanos venezolanos, como los cubanos y todos los pueblos sometidos a tiranos cainitas que no dudan en sacrificar a sus propios hermanos con tal de conservar el poder. ¡Cuánto daño nos ha hecho el romanticismo utópico de las izquierdas soñadoras! ¡Cuánta sangre, cuánto subdesarrollo, cuánta dictadura! Por eso, en cada presunto revolucionario latinoamericano anida un pequeño dictador dispuesto a defender el baño de sangre venezolano con cualquier argumento falso en lugar de la verdad.