La imagen de Alejandro Toledo me remonta a la estrategia de marketing político de inicios de siglo que muchos compramos a ciegas, pese a la mentira más grande de su vida: negar a su hija extramatrimonial. Eran tiempos de engaños y desilusiones, al punto que preferimos al mitómano ancashino en lugar de la peligrosa continuidad de Fujimori en el poder. Pero, sabíamos lo inmoral que era el candidato opositor. Hoy, él es el reflejo indudable de lo que no quisimos ver hace más de dos décadas.

Condenado a 20 años y seis meses de prisión en primera instancia por recibir coimas de 35 millones de dólares de la empresa Odebrecht, para entregarle la licitación de la carretera interoceánica que conecta al Perú con Brasil, Toledo simboliza más que la decadencia de un expresidente. El exmandatario fue vendido como la reserva moral de un país en crisis por corrupción, por lo que debe alertarnos de que en política no todo lo que brilla es oro, que nadie es sano y sagrado.

Hay que recordarles a los veinteañeros, aquellos que representan el 30% del electorado, que no se dejen vender gato por liebre, que afiebrados políticos les van a querer endilgar el cuento del candidato perfecto que luchará contra la corrupción, que recuperará la honestidad de la nación, que desinfectará las entidades manchadas por actos ilegales. Por eso, desde el hogar, es un deber familiar darles herramientas a los muchachos para que conozcan el pasado, el presente y los planes de los postulantes.

El daño que Toledo le ha hecho al país es inconmensurable, no debe haber olvido de sus trapacerías. Pero, debemos revertir la confianza de los ciudadanos en sus autoridades en un contexto democrático. No debemos permitir que se aprovechen de la debilidad de algunos por el mensaje intolerante y dictatorial, como si prometer ajusticiamientos populares fuera a acabar con la corrupción y la inseguridad ciudadana.

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