Decía Benedicto XVI que era preciso, incluso imprescindible, que los cristianos participen del diálogo de nuestro tiempo. Añadía, además, que esa participación debía estar centrada en el combate contra el relativismo, esa tendencia evanescente que promueve un pensamiento débil que sostiene que no existe ninguna verdad, nada verdadero. Destruida la noción de verdad, imposibilitada de existir por la cultura de la cancelación, el triunfo del “todo vale” relativista, de la mentira como propaganda y estilo de vida, no es más que una cuestión de tiempo. Terminaba Benedicto sosteniendo, como Juan Pablo II, que la verdad tarde o temprano triunfará, de manera esplendorosa, porque a diferencia de toda mentira, la verdad es real, existe y se puede probar.
El relativismo se ha apoderado de los medios de comunicación de masas que proclaman, en todo el planeta, su opinión subjetiva, no la información objetiva. La creación de una sociedad desinformada en la que cualquier opinión vulgar pasa por conocimiento, en la que los anhelos y pasiones se presentan como supuestas verdades, refleja la profunda crisis en la que se encuentra inmersa la humanidad, una crisis cuya raíz es de principios, porque allí donde la propaganda se infiltra en los medios de comunicación, la crisis es real. ¿Cómo la ciudadanía va a creer en algo real, en una información objetiva, cuando los propios periodistas no creen en nada, no creen en ninguna verdad y por tanto, no defienden ninguna realidad al margen de lo que les convenga? De allí la crisis mundial de los medios de comunicación, medios que han perdido la libertad al convertirse en esclavos dependientes del subsidio de los gobiernos.
Trump ha vencido imponiéndose a toda la propaganda relativista que aspira a controlar mentalmente a la población. Menuda lección para los que buscan pervertir el periodismo y hacerlo un instrumento al servicio del poder.