Todos los poderes, para que funcionen de manera democrática necesitan contrapeso. En el Perú, el Gobierno de Dina Boluarte no los tiene. Ni el Congreso ni la calle han logrado erigirse como diques frente al desborde presidencial. Y cuando no hay freno, lo que queda es el capricho.

El último nombramiento lo revela con crudeza: Juan José Santiváñez, censurado hace apenas unos meses, reaparece como ministro de Justicia y Derechos Humanos. No se trata solo de reincidir en la torpeza; es reincidir en la burla. Un investigado por tráfico de influencias y con impedimento de salida del país no es un simple error de casting, es un retrato grotesco del poder que se ríe de sí mismo y de todos nosotros. En el Perú, parece que la desvergüenza no tiene fondo: siempre se puede cavar un poco más.

Algunos congresistas, como si de actores de una obra gastada se tratara, han recitado sus indignaciones. Palabras que suenan bien, pero que flotan como globos sin hilo, condenadas a perderse en el aire. Porque el Parlamento es eso: un escenario donde se declama con vehemencia, pero donde se actúa poco y mal. El guion de la incoherencia ya lo conocemos, y es probable que vuelva a repetirse.

Cada gesto de este Gobierno abre un abismo más profundo entre el poder y la ciudadanía. Y no solo erosiona la legitimidad de las instituciones: alimenta el desencanto, corroe la fe en la democracia, inocula la tentación del salto al vacío.

Y ahí está el verdadero peligro. Un país harto, fatigado de impostores que gobiernan para sí mismos, puede entregarse sin dudar a la promesa del extremismo. No sería la primera vez en la historia ni será la última en la región. El abuso, la impunidad y la burla constante no solo matan la democracia: engendran monstruos.