En ocasiones anteriores hemos abordado el concepto de lawfare, una estrategia empleada para atacar sistemáticamente a los opositores del gobierno mediante un uso arbitrario de las instituciones jurídicas. Esta práctica busca responsabilizar a los adversarios ante la opinión pública, presentándolos como la causa de todos los problemas que aquejan al país. Con esta táctica, se pretende empoderar a los gobernantes para facilitar el cumplimiento de sus objetivos a corto, mediano y largo plazo.

Aunque el lawfare suele ser una herramienta de gobiernos que se vuelven autoritarios y no respetan los principios del debido proceso, observamos una variante en nuestra realidad. En este caso, la práctica no sólo emana dentro del aparato estatal, sino que puede ser dirigida por individuos u organizaciones externas que tienen la capacidad de influir en el poder, como en el ministerio público o la judicatura. El objetivo sigue siendo el mismo: perseguir, sin cesar, a sus enemigos políticos hasta verlos en la cárcel.

Esta modalidad cobra especial relevancia en tiempos electorales, cuando se intenta “despejar el camino” a los candidatos afines con su ideología y propósitos; también cuando se quiere desviar la atención de los problemas reales en la administración de justicia y persecución del delito para asegurar la impunidad de los verdaderos responsables de los actos de corrupción. Esta variante de lawfare resulta atípica, los hilos de poder se manejan por fuera y, si no se detiene, se consolidará como una práctica recurrente contra cualquier ciudadano que sea percibido como una amenaza potencial a los intereses individuales, políticos e ideológicos de sus promotores.