Félix María Samaniego, laureado fabulista español del siglo XVIII -al igual que el griego Esopo, el francés Jean de La Fontaine, el español Tomás de Iriarte, el sacerdote jesuita argentino Leonardo Castellani o el británico George Orwell (según mi modesto y probablemente equivocado entender, la novela Rebelión en la granja puede ser considerada una fábula extensa)-, escribió brillantes e imperecederas fábulas dignas de recordación. Una de esas fábulas, publicadas hacia 1781, se titula Congreso de los ratones. Samaniego, indaga en una problemática habitual de la decadente raza parlamentaria: El exceso imprudente de leyes, y la aparente amputación del buen criterio al momento de legislar. En la fábula, incontables ratones se reúnen en la asamblea para analizar un tema decisivo. Cada uno expone su idea, batallan intelectualmente, se enfrentan empleando ingeniosos argumentos, descubren las flaquezas del contrario, contrastan los pensamientos, sepultan las ideas irrazonables y encumbran las inteligentes. En síntesis, el Congreso de los ratones, impresiona por la duración del debate y la capacidad auditiva de los participantes. Después del intenso, fatigoso y prolongado debate parlamentario, los ratones aprueban la ley: “El proyecto aprobaron uno a uno. ¿Quién lo ha de ejecutar? Eso ninguno. Yo soy corto de vista. Yo muy viejo. Yo muy lento, decían”. Samaniego, arroja luz sobre un problema concreto: En el Congreso, se aprueban leyes que son difíciles de ejecutar. El autor es perspicaz, y por eso nos deja esta moraleja: “Proponen un proyecto sin segundo. Lo aprueban, hacen otro. ¡qué portento! Pero ¿la ejecución? Ahí está el cuento”.