En un sistema democrático, la legitimidad de los actores políticos es tan importante como las reglas que los rigen. Por eso resulta crucial la reciente iniciativa del presidente del Jurado Nacional de Elecciones (JNE), Roberto Burneo, quien presentará al Congreso un proyecto de ley que propone cancelar la inscripción de los partidos que hayan recurrido a afiliaciones indebidas y firmas falsas en sus procesos de registro. Esta propuesta no solo es oportuna, sino indispensable.

Es inaceptable que, según cifras del propio JNE, el 70% de los partidos actualmente inscritos lo haya hecho mediante prácticas ilegales. Ese dato, tan escandaloso como revelador, debería haber sacudido hace tiempo la conciencia del Congreso, que hoy tiene en sus manos la oportunidad —y la obligación— de corregir una de las mayores distorsiones de nuestro sistema político.

Los partidos políticos que nacen del engaño no pueden pretender representar al pueblo ni erigirse como defensores de la legalidad, la ética o la lucha contra la corrupción. Sus orígenes fraudulentos los deslegitiman por completo. La política no puede seguir siendo un refugio para quienes burlan las normas desde el primer paso, ni un terreno fértil para la simulación y el oportunismo.

Anular las inscripciones obtenidas mediante fraude debería ser una medida básica para proteger la integridad del sistema democrático. No se trata de un castigo desproporcionado, sino de una exigencia mínima para garantizar que quienes aspiran a conducir el país lo hagan respetando las reglas del juego.