Un país no se destruye de la noche a la mañana. Un país tarda generaciones en caer. La decadencia es un proceso, no un instante. Y cuando se presenta como instante, es que el proceso ha sido largo, sinuoso, acaso errático, pero a la vez constante, furiosamente destructor. La caída de la democracia en Venezuela fue el resultado de una partitocracia profundamente corrupta y ausentista. Una caída gestada por una plutocracia gobernante que ignoró la inclusión de las mayorías por el más vil, por un absurdo y pretencioso rastacuerismo. Despreciar al pueblo es la vía más rápida para la extinción de la élite. La élite que no comprende a quién tiene que gobernar. La élite que no entiende que en su misión está su recompensa está condenada a desaparecer.

Eso sucedió con la plutocracia rastacuerista de Venezuela, elusiva en sus definiciones y ausentista en sus deseos. La inoperancia de la élite produjo la irrupción del cesarismo chavista y el chavismo, un populismo revolucionario de manual, que jamás dejará el poder por voluntad propia.

Por eso, se ilusionan los que piensan en una salida democrática viable para el totalitarismo marxista. Las revoluciones caen o por una crisis interna, por una reacción termidoriana o porque grandes coaliciones internacionales restablecen el equilibrio, siempre precario, de la democracia como forma de gobierno. ¿Qué hacer en un entorno como este? El Perú, las élites peruanas, o lo que queda de ellas, han de analizar correctamente el derrotero de los países que abjuran de su misión. Hace siglos tuvimos una misión concreta: unificarlo todo bajo el sol, servir de puente entre civilizaciones, abrazar la hegemonía. Hoy, ¿quién señala el camino, quién recoge la bandera?