El general José de San Martín, en todo momento acompañado del marqués de Montemira, que había sido delegado por el virrey La Serna para que asistiera en todo momento a las consultas e inquietudes del libertador en su condición de máximo jefe español a cargo de la capital, subió a un tabladillo levantado especialmente para la ocasión –se hallaba entre la Plaza Mayor y el Callejón de Petateros–, tomó el pabellón nacional que precisamente le había alcanzado el marqués de Montemira, lo levantó y mirando a la muchedumbre que se había congregado para el acto solemne –se cree que eran unas 16000 personas–, pronunció las célebres palabras que los peruanos debemos siempre recordar: “Desde este momento el Perú es libre e independiente, por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”.
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Según cuenta en sus memorias Tomás Guido, el éxtasis se apoderó en ese momento de todos los que en la Plaza Mayor se hallaban. Los soldados patriotas chilenos y argentinos presentes, miembros del Ejército Libertador, fácilmente identificables por llevar las banderas de sus países –formaron el Regimiento N° 8–, expresaron sus respetos a la naciente nación independiente soltando cañonazos para saludar a la bandera del Perú. San Martín con toda la comitiva volvió a hacer lo mismo en tres lugares más esa misma mañana del 28 de julio de 1821. En efecto, se dirigieron por la calle de Mercaderes hasta la plazuela de La Merced en que se hizo la segunda proclamación. En esta calle funcionaban los antiguos locales de talabartería. Al pasar por este lugar en la actualidad, uno podría advertir una placa que recuerda este hecho.
Una tercera, fue realizada en la plaza de Santa Ana, hoy con el nombre de Plaza Italia, frente al Convento de las Descalzas, que era una zona en pleno Barrios Altos dedicada a la atención sanitaria porque por sus alrededores había hospitales y otros centros de salud; y, finalmente, en la Plaza de Inquisición –algunos historiadores dudan de que allí se hiciera–, exactamente frente a las casas del tribunal. Dado que este tribunal fue establecido por el rey Felipe II el 25 de enero de 1569 en Lima y México en la idea de proteger a la población de las prédicas y prácticas contrarias a la fe católica, conviene reiterar que luego de los debates de Valladolid entre el padre Bartolomé de las Casas y el jurista Ginés de Sepúlveda, que sostenía que los indígenas no tenían alma, el argumento del sacerdote fue acogido por la Corona decidiéndose que los indígenas no sean sometidos a sus fieros castigos. Precisamente en 1820 fue abolido después de que simbolizara una de las formas más represivas del virreinato –aunque muy pocos fueron sometidos a sus prácticas–, desde los tiempos del virrey Francisco de Toledo, a quien correspondió instalarlo 250 años atrás.
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La comitiva, una vez concluida las proclamaciones en puntos estratégicos de Lima, regresó a Palacio siempre vitoreada por la gente que no paraba de expresar su alegría por el acontecimiento. Entre las personas que se hallaban presentes fueron distribuidas unas medallas acuñadas por José Balqui, con el motivo de la independencia. Fueron de oro, plata y cobre. Se ha calculado que fueron unas 4348 monedas de plata, en cuyo anverso había un sol con la siguiente inscripción: “Lima libre juró su independencia el 28 de julio de 1821”, mientras que en el reverso se veían dos ramas de laurel unidas con la leyenda siguiente: “Bajo la protección del Ejército Libertador del Perú mandado por San Martín”.
El colegio de abogados decidió arrojar hacia la multitud allí congregada, monedas y salvillas de plata. Es verdad que un número considerable de los abogados no estuviera presente en el acto del desfile y ello se debió a que el virrey La Serna había hecho una requisa de los caballos antes de partir de Lima, dejándolos prácticamente inmovilizados. Tampoco estuvo en el desfile el almirante Cochrane y sus marinos. Se dice que fue por su condición de extranjeros.
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Mis conclusiones distan de las sostenidas por otros investigadores, pues muchos de los que habían contribuido con la independencia nacional, en rigor también eran extranjeros. Quizás las desavenencias que habían tenido Cochrane y San Martín, nunca limadas en la magnitud esperada, fueron la razón partera de que no participara de los actos festivos del desfile, aunque sí se le vio en otros importantes momentos de aquel día sábado 28 de julio de 1821. Los vecinos de Lima lucían en la solapa de sus chaquetas la escarapela, lo que desde ese instante se convirtió en una práctica común entre los peruanos.
El asombro de lo que había sucedido en Lima aquel 28 de julio de 1821 fue recogido en las memorias de Tomás Guido, antiguo amigo de San Martín y clave para conseguir que el director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata diera todo el apoyo financiero que el libertador requería para la realización de la campaña del Ejército de los Andes, que daría la libertad a Chile y el Perú. En carta dirigida a su esposa del seis de agosto de 1821, le dijo:
“El 28 del mes anterior se juró en esta capital la independencia del Perú. No he visto en América un concurso ni más lúcido ni más numeroso. Las aclamaciones eran un eco continuado de todo el pueblo. Yo fui uno de los que pasearon ese día el estandarte del Perú independiente. Jamás podría premio alguno ser más lisonjero para mí que ver enarbolado el estandarte de la libertad en el centro de la ciudad más importante de esta parte de América, cumplido el objeto de nuestros trabajos en la campaña…En esa misma noche se dio refresco y baile en el cabildo. Ninguna tropa logró contener la aglomeración de la gente y no pudo lucir el ambigú que se preparó para los convidados. En la noche siguiente se dio en el palacio del General un baile al que asistieron todas las señoras. Esto requería una descripción particular para lo que no tengo tiempo…”.
Las celebraciones de aquel 28 de julio siguieron siendo festivas hasta altas horas de la noche. Por primera vez en mucho tiempo los limeños cruzaban las calles para festejos de todo calibre. En el ayuntamiento el alcalde había dispuesto un sarao a cargo del padre agustino Cipriano Ramírez que alternaba con la música del Regimiento N° 8, dirigido por el músico Matías Sarmiento.
La noche vino con una fiesta a la que fueron invitados los vecinos notables de Lima junto a sus esposas. Por supuesto que también participó Lord Cochrane y sus altos oficiales navales. La tenida establecida para la ocasión por el propio conde de San Isidro suponía la mayor elegancia por parte de los invitados. Todos fueron llegando ataviados de sus mejores trajes. Incluso San Martín apareció en aquella noche de baile extraordinariamente elegante con traje de gran parada y con él también sus generales. Una vez dentro del salón principal, el baile comenzó y la fiesta con viandas muy peruanas de zonas urbanas y rurales de la capital, fueron consumidas con muchos licores de por medio hasta muy entrada la noche. Así terminó aquel 28 de julio de 1821 en la historia del Perú.
San Martín había conseguido su primer objetivo en el Perú, aunque no fue el momento de la victoria definitiva que solo llegará con la Capitulación de Ayacucho, como veremos más adelante, aunque sí marcó el punto esperado para denotar la calidad de Estado soberano e independiente que el país estaba esperando. Esa noche fueron a descansar con el deber cumplido después de una larga y difícil expedición que se había iniciado en Buenos Aires algunos pocos años antes, con sobresaltos que incluían la penosa contabilidad de bajas en el Ejército Libertador. Sin embargo, el libertador no había desvanecido un solo instante por ver consumado el acto libertario de América, solamente posible con la independencia del Perú.