Después de un largo viaje de quince horas desde Trujillo, Chachapoyas me recibió con una fuerte lluvia y granizo. Me dijeron que hacía ocho años no granizaba. La población estaba impresionada por este fenómeno natural.
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Mi meta era llegar a la catarata de Gocta, la tercera más alta del Perú, con una altura total de 771 metros sumados sus dos tramos. Una hora separa Chachapoyas de Cocachimba, caserío donde empezó mi aventura. La lluvia había aminorado. Era el momento de iniciar la travesía de tres horas. Provisto de botas de jebe y poncho de plástico monté a “Paquita”, una mula asustadiza que no me inspiraba confianza. El camino es bastante accidentado con abruptas bajadas muy resbaladizas por el barro formado por la lluvia. Fue buena idea ir sobre el lomo de Paquita.
Durante el recorrido podía apreciar las dos caídas de agua y los restos arqueológicos del trayecto. Luego de cruzar una profunda quebrada por un puente colgante llegué al lugar donde se quedan las acémilas. Ya estaba en el territorio de la selva alta y a cuarenta minutos de mi destino. Este tramo se hace entre la espesura de la vegetación selvática. Mi guía me dice que debo estar atento pues quizás pueda ver al mono choro de cola amarilla y al hermoso gallito de las rocas.
Al llegar, disfruté de uno de los espectáculos más hermosos que Dios me ha permitido ver en el Perú, la catarata de Gocta en todo su esplendor. Me acerqué lo más que pude. Quizá por su altura o la fuerza de la gravedad, al final no cae el chorro de agua que se ve de lejos; éste se descompone durante la caída y llega abajo como una brisa. Una densa brisa que se dispersa en muchos metros a la redonda.
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No fue poco el tiempo que permanecí en el lugar fotografiando, admirando el hermoso paisaje y escuchando las leyendas que me relataba Ilton, mi guía. Una sobre la maldición de una bella sirena de pelo rubio que encanta a los hombres con su belleza arrastrándolos hacia las profundidades. Otra cuenta que el lugareño Juan Mendoza desapareció encantado por las rocas que hay detrás de la catarata.
Cerca de la cabaña donde se quedó Paquita, me esperaba un reparador almuerzo compuesto de un buen caldo de gallina de corral con dos presas, acompañado con una buena porción yucas sancochadas con ají. Excelente.
Era hora de emprender el regreso. Tuve la suerte de ver, en la espesura de la selva, dos gallitos de las rocas que con su danza trataban de atraer a las hembras. No sé si lo lograron, pero tuve el privilegio de apreciar nuestra ave nacional en su propio hábitat.
Una llovizna persistente me acompañó toda la pronunciada cuesta de regreso de esta aventura extrema. Más adelante, Chachapoyas me esperaba para seguir mostrándome sus interesantes lugares turísticos.