En “El Sistema Solar”, de Mariana de Althaus, cada silencio pesa tanto como cada palabra. La obra vuelve a escena para explorar los vínculos familiares desde la incomodidad, el humor y la herida abierta, en un espacio donde el público es testigo cercano de aquello que normalmente se oculta.

En ese universo íntimo y desestabilizador, Amaranta Kun vuelve a habitar a Edurne, un personaje complejo, contradictorio y profundamente humano, que exige una entrega emocional absoluta en cada función.

En diálogo con Correo, la actriz reflexiona sobre el desafío de volver a un mismo rol desde un lugar siempre distinto y sobre su mirada del teatro como un espacio vivo, efímero y necesario para cuestionarnos como espectadores y como sociedad.

¿Qué fue lo primero que te atrajo del texto de Mariana de Althaus cuando aceptaste el proyecto?

Siento que es muy lúdica para el espectador, porque hay un montón de pequeñas pistas sobre cosas que se sienten o que se perciben como semillas que se siembran y luego todas florecen. Todo es, o temática o narrativamente, satisfactorio. Entonces, eso me pareció súper porque, más allá del tema —que es increíble—, más allá de la construcción de estos personajes —que me parece que está súper bien hecha—, más allá de que es graciosa, más allá de que es conmovedora, creo que está muy bien escrita.

No hay nada que se diga que sea de más; no hay nada que sea como relleno, conversación, cliché o general, sino que todo es increíblemente particular. Todo es muy propio de estos personajes y de esta historia, y crea un universo que es propio, y eso me pareció bravazo.

Esta obra tiene un sentido que es único y que solo podría ser expresado de esta manera. Era como un gran privilegio para mí, como actriz, poder apropiarme de esas palabras, hacerlas mías y decir estas cosas tan hermosas de una manera tan natural, orgánica y auténtica.

¿Qué crees que mantiene vigente a “El Sistema Solar” y por qué sigue conectando con el público peruano?

Creo que toca temas bastante universales. A pesar de que los tiempos han cambiado un poco —y de hecho había cosas que nos parecían como “fácil, hay que modernizar esto”—, en realidad, al final, el corazón de la obra y los temas que se tocan son de siempre.

Están estos arquetipos de personajes: el padre emocionalmente ausente, que quiere arreglar todo con el chistecito; la hija increíblemente emocional, sensible e inestable, pero con un gran corazón y con todas las ganas de hacer las cosas bien; el hijo confiable, pero que en realidad está lleno de inseguridades y de cóleras, que solo se reprime y es una roca para todos los demás; la niñita curiosa, que es más madura que todos los adultos a su alrededor, que se da cuenta de todo, pero que al mismo tiempo trae una inocencia que es refrescante y que provoca ganas de cuidar; y la novia que llega como invitada, pero que también trata de ayudar a calmar las cosas, porque no es su familia, pero medio que sí.

Siento que todos, en algún momento, hemos sido al menos uno de ellos, o hemos tenido gente cerca de nosotros que encarna a alguno. Hay ciertas cosas que nunca cambian y creo que el hecho de hacerlo en Navidad —cuando todo el mundo tiene expectativas y las emociones están a flor de piel, preparándose para algo bonito— hace que todo sea mucho más vulnerable y delicado.

Es una obra que te hace sacar cosas que tienes adentro y creo que pocas logran hacer eso. En cada función, sientes que el público se reconoce en estos vínculos.

¿Sientes que el público se reconoce en estos vínculos y fracturas? ¿Cómo se percibe eso desde el escenario?

Es bien desestabilizador porque el público está muy cerca y en todos lados: siempre hay gente al frente, al costado y atrás. Te das cuenta cuando hay diferentes edades; a veces tenemos públicos mayoritariamente de adultos mayores, y reaccionan a cosas distintas porque están en una etapa de la vida donde los tocan otros temas.

También percibes cuándo hay más risas en ciertos momentos o cuándo hay más llantos. Nunca he visto un público tan silencioso como el de “El Sistema Solar”. Todo el mundo está súper atento, porque creo que se sienten parte de la obra, así como nosotros. Estamos completamente presentes todo el tiempo, al igual que el público.

Toda esa incomodidad que te hace vivir la obra, al final, es una recompensa, un regalo. Te vas con el corazón contento y creo que eso es lo que hace que la experiencia sea tan especial, porque no podría existir sin el público.

¿Hubo alguna escena que te resultara especialmente difícil, ya sea por su carga emocional o por lo que revela del personaje?

El momento del monólogo en la obra, para mí, es uno de los más fuertes, porque es muy delicado: hay que balancear un montón de cosas. Tengo que mantener la atención de todo el mundo sin que se sienta agobiante. Siempre tiene que ser como una especie de vómito que sale sin que puedas frenar, pero con un objetivo detrás, no simplemente decir las cosas por decirlas. Es un momento de alta exigencia para mí.

¿Qué te motiva hoy a seguir eligiendo el teatro como espacio de creación y pensamiento?

El teatro es único. Todas las artes lo son, pero creo que yo conecto con el teatro de una manera muy particular. Empecé mi carrera en el cine y la televisión y, luego, cuando comencé a estudiar actuación con una formación superior, realmente entendí el valor del teatro.

No hay nada más absurdo en el mundo que hacer teatro. Es un esfuerzo increíble: utilizas un montón de recursos, gastas plata, energía, tiempo y trabajo para algo que nace con la subida del telón y muere con el aplauso. Solo en el teatro puedes experimentar ese nivel de acción efímera.

Cada cosa que haces no puede volver y no te pertenece de cierta manera; le pertenece a quienes la ven.

A lo largo de los años has transitado distintos lenguajes y formatos. ¿Qué tipo de búsquedas actorales te convocan en esta etapa de tu carrera?

Cualquier cosa que me rete es refrescante. Sufro un montón en los procesos y la paso mal; también la paso bien, pero los retos me afectan. Eso es incómodo o incluso perturbador: te hace cuestionarte y se siente horrible, es la verdad. Pero sales con la sensación de haber crecido y de haber aprendido algo.

Lo que también me parece chévere es volver a un personaje. Volver a Edurne todos los años, porque es la misma puesta en escena y el mismo texto, pero tú no eres igual y la gente no es igual. Es increíble ver cómo cambias y cómo cambia tu trabajo: es otra historia.

Cuando trabajo con gente apasionada con su trabajo, me siento completa.

Pensando en el futuro cercano, ¿qué tipo de diálogo te gustaría seguir construyendo con el público a través del teatro?

Me gusta interpretar papeles ambiguos; me gusta ser parte de historias que te sacuden. Me gusta entretener al público: detesto que el público se aburra y, dentro de ese entretenimiento, me interesa que se cuestionen a sí mismos y salgan cambiados. Que sea una experiencia alteradora para ellos, que su alquimia personal haya cambiado un poco; quizá ese cambio dé frutos años después, pero que, al menos, siembre algo.

Quisiera que la gente encuentre, a través del teatro que hago, una liberación de la rutina del pensamiento. Me parece que lo realmente hermoso del arte —aparte de que lo necesitamos para vivir, porque sin él la vida sería demasiado aburrida— es cuando sacude aquello que das por sentado y te ayuda a avanzar en un sentido que no esperabas.

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