Interesado por recorrer la ruta del ferrocarril que antaño unió a Trujillo con el puerto de Salaverry, me propuse buscar lo que queda del trazo de la antigua línea férrea.
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Lo encontré en la campiña de Moche, detrás de la Universidad Católica. Una hilera de casas construidas sobre lo que fue el terraplén me transportó al pasado. Los pobladores del sector “La Línea” me confirmaron que estaba donde yo quería estar, en la ruta del tren. Aún se aprecian los antiguos tapiales que limitaban el “callejón” por donde el ferrocarril cruzaba las chacras campiñeras.
Continuando la caminata me topé con el cementerio mochero que obstruye el antiguo recorrido. Ya en Moche, al pie de la carretera Panamericana, me reencontré con el lugar donde se ubicó la estación de pasajeros. Hoy, una fila de restaurantes ocupa el lugar donde antaño paraba el tren. Allí, el municipio mochero ha construido unas alegorías a la cultura mochica. Siguiendo la calle, en las afueras de Moche, llegué a la zona conocida como la “Vía de Tren”, donde es notoria la rectitud del trazo y los antiguos tapiales que limitaban el terraplén.
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Seguí el rastro siempre en línea recta rumbo al sur por los arenales cercanos al mar. Desde las últimas chacras mocheras, frente al mar de Las Delicias, la línea férrea cruzaba los totorales de Choc Choc rumbo al puerto, siguiendo el mismo trazo del antiguo camino que comunicaba Moche con la Garita de Moche, como se llamaba por aquel entonces Salaverry.
Las actuales granjas y factorías han respetado el trazo recto pudiendo seguir, entusiasmado, con mi marcha por la ruta utilizada desde el virreinato y por donde transitaron los virreyes en su paso hacia Lima, como también importantes viajeros como Humbolt, Listerman, Proctor, Squier, Weiner, Middendorf, de Rivero y Raimondi, entre muchos. Luego, la línea férrea la usaron las tropas chilenas para invadir nuestra ciudad durante la Guerra del Pacífico y también el Ejército Peruano para develar la revolución aprista de 1932.
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En un humedal, en medio de la soledad, pude ver una gran cantidad de aves migratorias que partieron en vuelo ante mi “inoportuna” presencia. A pocos kilómetros del puerto, la erosión costera ha desaparecido lo que fue el antiguo terraplén. Caminar por la orilla del mar me permitió ver los casi imperceptibles restos de un barco italiano encallado en los años treinta, el Sipanaluca.
El último tramo difícil, por cierto, lo caminé sobre las dunas que se han formado al pie del puerto. Su poca consistencia hacía que mis pies se entierren en ellas dificultando mi paso. Al final de la jornada, después de tres horas y media de entusiasta caminata, me sentí contento de haberme reencontrado con la naturaleza, la historia y buen estado físico.