Portada del libro premiado y al lado el escritor trujillano
Portada del libro premiado y al lado el escritor trujillano

La premiada novela «El lugar de la memoria» del escritor Luis Eduardo García (Chulucanas, 1963) es un dispositivo de apagamiento, soledad y resignación narrado con una maestría que no encuentra caídas en las 267 páginas que tiene. Perdonen el entusiasmo, pero estamos ante una de las mejores novelas cortas que ha producido el premio que entrega anualmente del Banco Central de Reserva de Perú. Es la historia de un hombre al que le diagnostican Alzheimer y debe enfrentarlo al lado de su hija. Él escribe para que su memoria no se extinga por completo. La joven se muda a su departamento para acompañarlo en este proceso y se convierte en depositaria de pedazos extraños de la vida pasada de su padre. La enfermedad como objeto semántico de los vínculos humanos y familiares.

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PERSPECTIVAS. El libro está escrito en un contrapunto de voces entre el padre y la hija. En los capítulos impares habla ella, nos vinculamos a la historia a través del problema que significa tener a su cargo a un hombre mayor que poco a poco pierde la memoria. La vemos acompañándolo a su diagnóstico, soportando sus quiebres de consciencia, contratando a una empleada y finalmente asistiendo a su ocaso. No es una mártir. García, con gran pertinencia, la hace muy humana, porque entre ese dolor al que asiste está también la rabia: le grita un día al padre que embarra con excremento las paredes del piso; piensa en su trabajo, en ella como mujer y su paciencia es moderada con la presencia de otros dos personajes: la empleada y su propia madre. Capítulos antes de la mitad aparece un dato escondido, ese que, dice Ricardo Pligia, sostienen todas las novelas cortas como artificio, en este caso se vincula a una relación extramatrimonial que el padre tuvo mucho tiempo atrás.

PERSONAJE. En los capítulos pares, la voz del hombre mayor es anecdótica, sentimental pero potente. Los párrafos visten al padre de una lucidez que poco a poco se va extinguiendo hasta llegar el momento en que, en lugar de escribir en su diario, garabatea, dibuja, confunde identidades. El hombre es un espectro sin memoria. Lo que ha dejado escrito, sin embargo, es el depósito de su forma de entender la enfermedad y la vida misma. La poesía que contienen estas líneas hace que rememos en el olvido, el dolor y la pérdida conteniendo la desesperación pero a la vez con temeridad. La prosa del autor son palabras untadas de un ritmo y consistencia con la que sentimos el duelo al que ambos personajes se someten.

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En ese sentido, la relación que establecen padre e hija, a través de diálogos cortos, fluidos, con un gran dominio de oralidad, es otra de las columnas que fortalecen la estructura diegética de la novela. Ella pasa de intentar entender a su padre a soportarlo; él, desde su lucidez, valora su cariño y desde su padecimiento la confunde con su madre. El padre enuncia ternura, sinceridad, es lo necesariamente real como para darnos a conocer esta enfermedad no con explicaciones elaboradas o monólogos largos, sino desde sus acciones y lapsus.

El narrador homediegético que escoge para ambos es una apuesta por la subjetivación del dolor y la pérdida y un acierto en el efecto que logra en los lectores. Si la literatura es, además de una experiencia humana maravillosa, una forma de plantear la identidad de fenómenos de la cultura y la sociedad, Luis Eduardo García lo logra y nos acerca a un padecimiento que conmueve y aterra.