La epidemia por el COVID-19 ha obligado a correr el telón de nuestra trágica historia republicana. Si la pandemia no hubiese desnudado nuestras carencias, orgullosísimos hubiéramos celebrado el 2021 los 200 años de nuestra independencia, con silbatos y serpentinas que oculten la otra cara del país. No agradezco que el nuevo coronavirus haya llegado y refleje nuestra pobreza institucional; más aun, lamento las miles de vidas que se han esfumado por no resistir el virus o por la orfandad del Estado que no les ofreció una buena atención médica. Algo debe servir para la reflexión.

Nos hemos podido dar cuenta de que nuestra clase gobernante no ha podido construir un sistema de salud más o menos decente, y que el Ejecutivo de turno ha tenido que amenazar a los propietarios de las clínicas para someterlas a firmar un contrato de atención a un precio “social”.

Un buen sistema de salud es una inversión pública que los miopes gobernantes ningunearon. Si alguien no hubiera hecho caso a quienes creen que el sector privado es el mejor remedio para curarnos, tal vez hubiéramos controlado mucho mejor la enfermedad.

Invertir en salud no significa solo tener hospitales más modernos, sino que contemos con trabajadores mejor preparados, ciudadanos que aporten con sus tributos y un Estado que administre bien los recursos. Fallamos. En casi 199 años de independencia nadie ha podido suministrar el remedio, incluso teniendo la receta.

Estamos cerca de celebrar el 28 de julio y, la verdad, es muy poco lo que hemos logrado. La división es nuestra bandera, la crítica se convirtió en el himno nacional y la corrupción ha saqueado nuestro escudo.