Un día como hoy, el 9 de octubre de 1967, el médico argentino-cubano, Ernesto “Che” Guevara, que fuera mitificado por los movimientos de la izquierda latinoamericana de los años 60 -su imagen fue reproducida en casacas, polos, llaveros, bolsos, maleteras de autos y camiones, etc.-, después de una incesante búsqueda por parte de la CIA, murió acribillado luego de ser detenido por el ejército boliviano en la localidad de La Higuera, en Santa Cruz. El Che se había ganado su lugar en el triunfo de la febril Revolución Cubana. Acompañó a Fidel Castro y a Camilo Cienfuegos en el asalto de La Habana en la madrugada del primer día de 1959 haciendo huir al dictador Fulgencio Batista (1940-1944; 1955-1959). Ocupó altos cargos en el régimen castrista y pronunció en su nombre un terrorífico discurso en la ONU (1964) que concluyó con la aplaudida frase “¡Patria o muerte!” por solidarios camaradas de otros países comunistas. Es indiscutible su frenética actitud guerrillera que lo había llevado a combatir hasta el Congo en África como su intolerancia con aquellos que pensaban distinto de él mandándoles eliminar en el acto, despreciando el debido proceso. Así, fue tan detestable como Hitler pues mientras éste exterminó a los judíos, aquél mandó matar a los homosexuales. El Che se alejó de Fidel -que no hizo nada por retenerlo-, al advertir los celos del cubano. Lleno de simpatías y aunque esquivo al agua, fue un mujeriego empedernido. Los raros “ideales” del Che no estaban fundados en principios como tampoco la mitificación deliberada de su figura por aquellos que lo siguieron. Por eso fue muy importante no dejar rastro de Abimael Guzmán a su muerte. El Che creyó que debía tomar el poder por las armas y justificó la violencia como método para lograrlo en la tesis de la lucha de clases de Carlos Marx. El peruano Luis de la Puente Uceda, que quiso emularlo, fue neutralizado en nuestro país (1965); y a Guzmán, el Estado en su momento, acertadamente resolvió no aplicarle la pena de muerte, también para evitar que sus adictos, crearan de él una leyenda. Más bien, seamos nacionalistas e invirtamos en nuestros héroes, los que ya murieron, y los que están vivos, porque los hay y son muchos.