Increíblemente, frente a nuestras propias narices, se está generando un grave escenario contra la seguridad nacional. El pueblo del Perú está permitiendo que un minúsculo grupo de manifestantes violentos –que representan no más del 0.15 % de la población nacional– coloque en jaque a nuestra gobernabilidad, afectando negativamente a la economía nacional, y que, con su persistente actitud violatoria de la ley, esté tirando por los suelos a nuestra imagen y credibilidad internacional.

Los hechos son evidentes: quiebra y debilitamiento de empresas, particularmente relacionadas al turismo; paralización de la Minera Las Bambas; cierre de la ciudadela Machu Picchu; recomendación de gobiernos para que sus ciudadanos no viajen al Perú; y para colmo, la difusión del informe de Moody’s que cambia la perspectiva de la calificación de riesgo del Perú, de estable a negativa.

La sociedad y el Estado peruano han fallado por no detener –de manera efectiva– las acciones de los enemigos de la Patria que tienen la –ya no escondida– finalidad de intentar que se quiebre el sistema unitario y democrático que abrazamos desde 1823.

La sociedad ha cedido al chantaje violentista; y así, ahora la opinión pública se ha comprado la idea del adelanto del sufragio, sin importar las condiciones desfavorables que harán repetir la historia de insatisfacción por la elección de autoridades poco representativas.

Y el Estado, sometiendo a nuestros policías a resistir estoicamente antes que cumplir con su misión constitucional, está siendo altamente permisivo con la violencia descuidando la responsabilidad fundamental de garantizar la continuidad del Estado-Nación. Aceptar, indolente o solapadamente, que se sobrepasen las reglas de la república, nos puede conducir a mayor incertidumbre, anomia y anarquía

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