El sistema educativo sigue atrapado en estructuras obsoletas, incapaz de responder a los cambios vertiginosos del mundo. Una de las razones es la falta de claridad en el discurso. Por temor a incomodar, las críticas se suavizan, diluyendo la urgencia del cambio. Así, los responsables no sienten presión para actuar y todo queda estancado.

El lenguaje políticamente correcto disfraza problemas graves. Decir: “Tienen buena voluntad, pero están desactualizados” no genera impacto. En contraste, frases como: “Son torpes mediocres” pueden provocar reacciones defensivas, pero también hacen que el mensaje se escuche.

Cuando afirmamos: “El proyecto tiene áreas de oportunidad significativas”, suena positivo, dejando pasar un desastre sin consecuencias. Sin embargo, decir: “Quien diseñó este caos debería ser destituido” sacude estructuras. Hablar con claridad, aunque incómodo, es esencial para inspirar cambios reales.

El miedo a herir sensibilidades perpetúa problemas. Decir: “Los resultados no fueron los esperados” permite resignación, mientras que: “Solo logran que todos fracasen” confronta la ineficacia. Este lenguaje complaciente no transforma, solo prolonga la mediocridad.

Para redirigir el rumbo educativo, necesitamos discursos contundentes que interpelen a los responsables. La inercia de “más de lo mismo” lleva décadas afectando a generaciones de estudiantes. Si seguimos evitando hablar con honestidad, ¿cuánto tiempo más toleraremos la inacción?

Hablar claro no es opcional: es el primer paso hacia un sistema educativo que realmente beneficie a los estudiantes y no a la mediocridad.