Es poco frecuente encontrarse con un libro que, aunque haya sido pensado en un lector infantil, nos contagie de su sensibilidad y, al mismo tiempo, desencadene en nosotros tantas interrogantes como lecciones. ¿Qué hace tan entrañable a un libro de cuentos?
Las siete historias que conforman “Mi barco hundido y otros cuentos”, del maestro Jorge Barboza Beingolea, tienen esta genial particularidad. A través de sucesos singulares, imágenes fascinantes y símbolos aleccionadores, don Jorge decide no endulzar el miedo, sino enseñarnos a mirarlo de frente, con inteligencia, humor y/o una sonrisa serena.
Historias
En este libro (publicado recientemente por Infolectura Editorial), la infancia aparece como una arriesgada travesía y, simultáneamente, como un mundo de descubrimientos y oportunidades. Aquí, cada palabra nueva abre un espacio de imaginación y conversación, y cada temor o desafío encuentra su propio nombre, en medio del asombro.
En “Mi barco hundido”, por ejemplo, un niño llega a la playa con su barquito de papel y conversa con don Simón, pescador de oficio y de vocabulario preciso (esa palabra “calafatear” se queda resonando como un gran hallazgo). El mar se vuelve prueba y espejo, cuando la aventura se desborda y asoma un tiburón. Más allá de la historia misma, nos queda una lección de prudencia: hay que arriesgarse, sí, pero sin menospreciar el cuidado.
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El segundo cuento, “El oso Moso”, nos lleva a un bosque, donde un pequeño se pierde por perseguir a un pájaro multicolor. El peligro toma forma de puma. Entonces, aparece un oso enorme, guiado por un duende con farolito. La escena se transforma en rescate y abrazo simbólico. El osito Mosito, regalo mágico, funciona como talismán emocional: ese objeto mínimo que, en la noche, sostiene la seguridad del niño y le enseña a no estar solo.
El tercer cuento, “Copito, el amigo querendón”, es —para mí— el más simbólico. El mundo cotidiano se abre hacia lo fantástico en un campo de algodón. Allí las flores hablan, sienten y sueñan. Copito, hijo de Clara de Sol, se hace amigo de una semilla a la que todos desprecian (por ser una “hierba mala”), y el relato convierte el estigma en pregunta. La ternura se mezcla con un gesto de entrega que funda una pequeña leyenda vegetal, recordándonos que lo distinto también merece cuidado y dignidad. “Que también hay duendes malos”, por su parte, instala el terror doméstico en primera persona: una higuera del corral, una ventana que tiembla, una voz insistente que llama. El duende —barbas verdes, uñas de garras— acecha con paciencia de sombra, hasta que un héroe inimaginable rompe el círculo y libera del miedo al niño. Este cierre pareciera premiar la valentía y el “juego en pared”. No hay nada mejor que la gratitud y la complicidad para liberarse del peligro.
En “El cristal encantado”, el dios Wiracocha camina disfrazado de anciano por una tierra gris, donde hasta los rostros han perdido su color. El encuentro con la mezquindad de dos jóvenes y la generosidad silenciosa de un niño activa un gesto que es, a la vez, mito y parábola. Así, las lágrimas en el cristal se vuelven origen de la luz desplegada —en clave de cuento etiológico—, y el cuento enseña empatía sin levantar la voz ni imponer moralejas.
“Dulce Pintora y la bruja Urraca”, el relato más extenso, arma un tapiz de pueblo, concurso, hechizo y huida, con personajes que parecen salidos de una oralidad modernizada. Dulce, maldecida por la bruja Cecina, aprende a sostenerse en el silencio (la mudez como estrategia de supervivencia) y en la pintura. Más allá del encantamiento, lo más valioso es su ingenio: la niña no espera rescate, diseña su estrategia y encuentra aliados para recobrar su voz.
El último cuento, “Ahí viene el viejo”, rompe el clima paradisiaco y nos sitúa en la huerta de don Eugenio (un anciano campesino). Allí un grupo de “jóvenes” se tornan desafiantes o imprudentes. La presión del líder arrogante y la imprudencia colectiva conducen a un desenlace que nos deja pensando. El cuento no pretende moralizar: sugiere, más bien, pensar en la responsabilidad compartida entre generaciones y en el filo frágil de la vida.
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Apreciación
Como conjunto, “Mi barco hundido y otros cuentos” confirma que la literatura infantil puede ser bahía y oleaje: refugio para imaginar, pero también una oportunidad para ensayar formas de aprender y de afrontar la vida. Se inscribe, además, en esa tradición latinoamericana donde lo real y lo maravilloso se dan la mano, sin necesidad de mayor solemnidad.
Por todo ello, este libro resulta especialmente recomendable. Los cuentos pueden funcionar como puerta de entrada a temas sensibles. Pero también como oportunidades de enriquecimiento verbal (musicalidad, juegos con lenguaje, trabajo con la poesía, etc.).Quien se atreva a subir al humilde barco de papel que inaugura este volumen descubrirá que, aunque algunos barcos se hundan, la literatura siempre ofrece nuevos navíos para seguir navegando entre olas de miedo, risa y asombro. Este hermoso libro es uno de ellos.





