Cada vez que visito el Colorao de Chucuito con amigos, familiares o los viajeros de la Ruta del Callao, me abstraigo del grupo para disfrutar el espectáculo. Trato de grabarme cada gesto de ida y vuelta que celebran los comensales y el Colorao. De cómo una anécdota de sus viajes por el mundo, una reflexión libre, un sabor inicial como del mushiame de atún, un sutil trago de pisco. En dosis perfectas tejen una especie de lazo de parentesco artificial entre los que participan. Lo veo en sus caras, en el brillo de sus ojos, en las sonrisas nerviosas y en los silencios ruborizados. Siento nostalgia del presente cada que me pasa y sé que debo retener de algún modo esa escena para contar un día que yo fui un testigo privilegiado de ese acto transformador del que hace gala todos los días, Andrés Augusto Angeles Bachet, El Colorao, que en minutos logra mágicamente el trato intimo con un recién conocido. En la antigua Grecia la palabra para designar a un cocinero o a un sacerdote, era la misma “mageiros” que proviene de magia. Cuando mi tocayo marca los pasos para armar el mushiame de atún, en ese instante veo una misa laica.
Primero, la galleta suspendida, luego con la cuchara en la diestra explorando al fondo del plato en busca del atún deshidratado, finalmente ya todo sobre la galleta lo corona con la palta, tomates y cebollas encurtidas con ají limo más el aceite de oliva. La liturgia termina con el Colorao sirviendo en la boca de cada comensal cada hostia.
SABORES. Un gran número de aspectos específicos acaba a los largo de los siglos por producir una cocina regional, y en este caso además, un genio del fuego. Los italianos llegan al Perú por el Callao hacia 1850, y entre otros importantes aportes para nuestra cocina nos dejaron la técnica de preservación llamada mushiame, la misma que inspira su plato estrella y que probaría por primera vez, a sus 18 años.
El Colorao nació en los Barrios Altos, nave nodriza del criollismo y fue de Julia Castro Peralta y de Rosa Dávila de Bachet, abuelas de padre y madre respectivamente; de quienes aprendería la Carbonara, guiso con papas y varios tipos de carnes y el sancochado. Sin embargo, su gran maestra fue doña Aída Bachet Dávila, su madre, quien alegraba sus días de colegial con las caiguas rellenas, cazuelas y su escabeche de bonito. Su padre, Andrés Ángeles Castro, partió cuando era muy niño y le transmitió la vocación por los dulces que lo llevaría años después a ser el rey de las cremoladas en Chucuito. Vivió hasta los 14 años en Barrios Altos, pasó a Magdalena con doña Aída y a los 18 años llega al Callao y se enlista como marino de guerra y mercante donde dio al menos dos vueltas al mundo antes de llegar y ser líder sindical del primer puerto del Perú.
Criollo, marino y agitador de masas.
De ahí su cocina. Su cebiche mediterráneo, el veinte de agosto y medallones de pez espada con caracoles con salsa agridulce. Conociendo de lo que es capaz, fui con cierto miedo a probar su escabeche de bonito porque sabía que me iba acordar de él por todo el resto de mi vida. La cocina del Colorao es un medio para salvaguardar nuestros rasgos identitarios. Como guardián de una estirpe nos protege de la estandarización de la gran industria. Vamos como hambrientos devotos a una purificación y es por eso que en la cocina del Colorao, el cliente nunca tiene la razón.